Lo importante es pequeño. Nuestra actitud, un segundo.
Y los días que pasan, no son más que un sueño.
Vives en tu mundo. Y te mienten porque dejas.
Ni réplicas, ni quejas,
siguen vacíos.


jueves, 18 de agosto de 2011

Tuya

Será. Cuando hablo contigo tengo ganas de escribir. Pero creo que son ganas por una cierta envidia que te tengo. Envidia cuando me cuentas el entusiasmo que pones, envidia cuando te salen aquellas palabras que yo consigo sacar. Y son celos los que te tengo, porque eres capaz de expresarte y yo no.
Ya son las doce, y estoy a tan sólo unas horas de verte. Llevo unos días muy débil, pero ahora mismo estoy mareada. También será que estoy nerviosa, porque después de tanto tiempo nos volvemos a encontrar. Y me volveré a encontrar con esos celos que tanto odio que volverán a ser motivo de discusión. Pero esta vez, a diferencia de las anteriores, aprovecharé a contártelo. Que no eres más que un juego, un simple pasatiempo de media tarde y de media noche, y de pronto mañana cuando no discutimos. Un hombre de tan sólo un rato. De unas palabras, unas caricias y un hasta luego. Ya nos veremos. Y que son esos celos que te tengo, tu único atractivo.
Las doce y media, y me voy de casa. La noche está oscura, y te imagino en la parada desorientado, como tantas veces. Qué risa. Me haces gracia, pienso. ¿Cómo te puedo tener tantos celos? Y camino preguntándome cómo es que sigo quedando contigo. No eres capaz de ofrecerme nada nuevo. No eres ni guapo, ni alto, ni fuerte, ni follas bien, ni ganas dinero, ni tienes hermanos ni hermanas; ni viajas, ni te relacionas. Tan sólo lees y escribes. Idiota, pienso. Y me repito. Idiota, que desaprovechas tu vida. Idiota, idiota.
No te soporto. Te veo y no te soporto. No necesito alguien así, me digo a mi misma. Pero ya es tarde, me has visto. Me doy la vuelta y empiezo a correr. No quiero verte. Te detesto. Tengo que alejarme. No puedo verte. Pero te escucho. Te escucho correr detrás de mi, y durante un largo rato me sigues gritando mi nombre. Me gritas pero yo estoy sorda. Porque no te quiero escuchar, ni ver, ni sentir. No puedo hacerlo. Empiezo a gritar yo también, pero sigo corriendo. No quiero escucharte y te ignoro y no paro, no paro, no paro, no paro, no paro, no paro, hasta que no puedo más. Y me detengo. Ya he dejado de gritar y tan sólo escucho. El corazón está a punto de estallarme, mi cuerpo no aguanta las pulsaciones. Creo caerme. Me da vueltas la cabeza. Tendría que haberme tomado las pastillas. No tendría que haber salido corriendo. Ahora te busco. Intento tranquilizarme y escuchar, pero ya no oigo nada. Has desaparecido. Y yo estoy sola y desorientada, como tantas veces. Como esta noche.
Dos de la mañana. Te encuentro en mi portal. Y cuando te veo, me quedo petrificada. Todavía me encuentro mal, y vuelvo a sudar. Pero ahora sudo de miedo, de espanto. Ya no puedo correr, estás aquí. Me tienes, me tocas, me estás abrazando. Me estás abrazando. No me abraces. No me abraces. Y comienzo a llorar.
Silencio.
Al final, me acabo separando. Y te miro. Tan guapo, tan alto, tan fuerte. No te soporto. Te lo cuento. Y en mitad de la calle te digo llorando que no quiero volver a verte porque no lo soporto. Porque no soporto tu facilidad para escribir. Porque me gusta tanto. Porque aquellas noches que nos quedábamos los dos hasta la madrugada, habían sido los minutos y los segundos más bonitos de mi vida. Y no soporto la idea de que no pueda hacerlo con ninguna persona más. Porque nunca he conocido un hombre que me haya hecho sentirme tan especial. Y no quiero depender de nadie, porque quiero sentirme especial conmigo y por mi misma. Entonces me besas. Y ese odio, y esos celos, motivo de discusión, vuelven a ser motivo de deseo. Subimos a mi casa y follamos. Igual de bien que siempre lo hacemos. Pero ésta vez, no me despido con un buenas noches, sino con un hasta siempre, un hasta luego. La próxima vez, no me persigas.
No volviste a aparecer. A la mañana siguiente, me desperté y ya no estabas. Esperé un par de días, y cuando quise llamarte no me lo cogiste. Debí de imaginármelo. Idiota, me digo. Idiota, idiota, idiota, me repito. Siempre igual. Siempre se repite y nunca nada es efímero. Siempre queda.
Tiempo.
Ésta mañana, me han entregado un paquete. No tenía remitente, pero confiaba saber de quién era. Un libro. Aparecía tu nombre. Y una dedicatoria. El mío. Y una hora. Ésta. Son las doce y media de la noche. Llegas tarde, pero yo espero en la estación. Desorientada, pero como tantas veces. Pero ésta vez no quiero escapar. No puedo, y lo acepto. Al menos, ésta noche y en este momento, soy tuya.

2 comentarios:

  1. Manuela, lo he leído detenidamente y me ha gustado bastante, te quiero hacer algunas preguntas...

    Eva

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