Lo importante es pequeño. Nuestra actitud, un segundo.
Y los días que pasan, no son más que un sueño.
Vives en tu mundo. Y te mienten porque dejas.
Ni réplicas, ni quejas,
siguen vacíos.


sábado, 20 de agosto de 2011

Cigarro se llama y lo llamo

Nos sentimos más seguras cuando conocemos las cosas. Y sobre todo, cuando les ponemos un nombre. Cuando conocemos una cosa, la asociamos a su nombre. Todas y todos tenemos una mesa en nuestras casas. Y cuando vamos a otras casas, aunque las mesas sean distintas, sabemos que es una mesa. Todas y todos tenemos un trabajo, unas obligaciones. Y también, aunque sean distintas y más variadas, sabemos definirlas y explicarlas. Y sobre todo, quejarnos muchas veces de ellas. Pero cuando hablamos de otras cosas, más personales, más cercanas o más humanas, nos cuesta más definir o consensuar cuál debe de ser su nombre. Me gusta la música, pero no la misma que a todas las personas. Me gustan los hombres. Pero mis hombres no gustan a todas las personas. Y no sólo físicamente, sino también de carácter. Porque me gustan hombres difíciles, y tengo cierta facilidad para escoger los más complicados. Para mi, los más atractivos. ¿Será que quiero enfrentarme a lo que cuesta definir? Pero también, cuando escuchamos en los telediarios, el número de muertos "colaterales", se habla de mercado, cuando es especulación; cuando se habla de ayuda humanitaria, cuando no son más que migajas que éste "primer mundo" se atreve o se digna a soltar; las cosas son más complicadas. 
Soy una mujer muy materialista. No creo en nada más de lo físico. Todo lo que creo que concierne a mi vida, y a los demás, aunque sé que no tengo el derecho de opinar ni de ellas, ni de ellos; es puramente físico. Depende el sitio en el que nos encontramos. Una ciudad, una habitación. Solas y solos, o en compañía. Con muebles, o sin ellos. Con cubiertos o en el sofá. Con música (buena música) o sin ella. Por lo que además, tengo también una extraña obsesión con las palabras. Cada palabra con la que explico, esconde múltiples sensaciones. Sensaciones y recuerdos que ahora increíblemente puedo decir. Y me parece muy importante cómo se utilizan ésas palabras. El momento, el lugar y la persona. Y es que a veces, es mejor guardarse las palabras, o al menos, no abusar de ellas. Y dejar, no pasar el momento, sino esperarlo. Esperarlo a cuando sepamos cómo actuar. 
De esta manera, yo soy la primera persona que a cada cosa, le quiero dar una palabra. A la mesa, la llamaré mesa. A la silla, la llamaré silla. Pero trato de recordar, que no se puede hacer eso con todo. Ni siempre. Las relaciones que tengo, no sé cómo llamarlas. Los amigos que tengo tampoco. Y no porque no sean mis amigos, sino porque en muchas ocasiones, yo no me comporto como una buena amiga. Y a las sensaciones extrañas que me hacen feliz, mucho menos. Son momentos, tan pequeños, tan efímeros. No pueden tener nombre, ellos tampoco. Tan sólo pueden tener, éso mismo. Ése mismo misterio que los hace tan deseables. Y los recuerdas una y otra vez, hasta que llega un momento que los tergiversas. Pero como un cigarro, desaparecen. 



Saco el cigarro de la caja. Lo cojo, lo miro, le doy vueltas y lo golpeo. Normalmente lo suelo hacer contra el reloj, así lo controlo. Me lo meto en la boca, y lo sostengo con mis labios. Cojo el mechero, que suelo llevar en el bolsillo. Escondo el cigarro entre mis manos y lo enciendo. Exhalo. Me entra el humo. Y me viene la sensación. Comienza en la garganta, y poco a poco en mi cuerpo. Y sale fuera. Comienza a recorrerme la sensación por todo el cuerpo. Se me erizan los pelos del brazo y me abrazo. Me abrazo a mi misma, mientras expulso el humo. Miro el cigarro, satisfecha. Vuelvo a fumar, vuelvo a exhalar, y vuelve la sensación. Me toco la nuca, me toco el pelo recogido en un moño. Suelto el humo y lo miro. Veo como se va. Ese humo que ha estado en mis pulmones y me ha llegado por todo el cuerpo. Suelto ceniza. Veo cómo avanza el cigarro. Vuelvo a fumar. Salta el salvapantallas, se queda negro. Y me veo, me veo reflejada en el portátil. Suelto ceniza y vuelvo a fumar. Me gusta verme fumar. Me gusta ver cómo se enciende el cigarro. Ésta vez aguanto más, y vuelve de nuevo el humo. Suelto. Tiro ceniza. Me queda poco. Juego con el cigarro en mi mano. Lo miro, le doy media vuelta. Vuelve a mis labios. Primero como un caramelo. Mirándome en la pantalla negra. Vuelvo a exhalar, y vuelvo a ver ese fuego del cigarro. Suelto el humo. Suelto ceniza. Me queda poco. Me sigo abrazando. La nuca, los brazos, las manos. No me queda nada. La sensación va desapareciendo. La noto, pero estoy contenta. Exhalo, expulso. Miro el humo. Fumo. Exhalo y expulso. Suelto ceniza. Sólo me queda uno. Miro las cenizas en el cenicero. Es hora de terminar. Un poco más pienso. Uno más sería perfecto. Uno más doy. Exhalo y expulso. Y me quedo con ese sabor amargo del cigarro, que también tanto me gusta. Amargo. Amargo y sincero. Se ha terminado, y me lo dice él mismo. Se terminó.

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